Antología
de textos del Realismo
Clarín
(Oviedo) Pérez
Galdós (Madrid)
Pardo Bazán (Madrid)
Í n d i
c e
1.
Leopoldo Alas (Clarín):
1.1.
«¡Adiós, Cordera!» 2-8
1.2. Un
fragmento de La Regenta 9-13
2. Emilia
Pardo Bazán:
2.1. «Un duro falso» 13-15
2.2. Un fragmento de La madre Naturaleza 15-17
3.
Benito Pérez Galdós:
3.1.
«Rompecabezas» 18-20
3.2. Un
capítulo de Fortunata y Jacinta 21-24
«¡Adiós,
Cordera!», Leopoldo Alas (Clarín)
Eran tres: siempre los tres: Rosa,
Pinín y la Cordera.
El prao Somonte era un
recorte triangular de terciopelo verde tendido, como una colgadura, cuesta
abajo por la loma. Uno de sus ángulos, el inferior, lo despuntaba el camino de
hierro de Oviedo a Gijón. Un palo del telégrafo, plantado allí como pendón de
conquista, con sus jícaras blancas y sus alambres paralelos, a derecha e
izquierda, representaba para Rosa y Pinín el ancho mundo desconocido,
misterioso, temible, eternamente ignorado. Pinín, después de pensarlo mucho,
cuando a fuerza de ver días y días el poste tranquilo, inofensivo, campechano,
con ganas, sin duda, de aclimatarse en la aldea y parecerse todo lo posible a
un árbol seco, fue atreviéndose con él, llevó la confianza al extremo de
abrazarse al leño y trepar hasta cerca de los alambres. Pero nunca llegaba a
tocar la porcelana de arriba, que le recordaba las jícaras que había
visto en la rectoral de Puao. Al verse tan cerca del misterio sagrado, le
acometía un pánico de respeto, y se dejaba resbalar de prisa hasta tropezar con
los pies en el césped.
Rosa, menos audaz, pero más
enamorada de lo desconocido, se contentaba con arrimar el oído al palo del
telégrafo, y minutos, y hasta cuartos de hora, pasaba escuchando los
formidables rumores metálicos que el viento arrancaba a las fibras del pino
seco en contacto con el alambre. Aquellas vibraciones, a veces intensas como
las del diapasón, que, aplicado al oído, parece que quema con su vertiginoso
latir, eran para Rosa los papeles que pasaban, las cartas que se
escribían por los hilos, el lenguaje incomprensible que lo ignorado
hablaba con lo ignorado; ella no tenía curiosidad por entender lo que los de
allá, tan lejos, decían a los del otro extremo del mundo. ¿Qué le importaba? Su
interés estaba en el ruido por el ruido mismo, por su timbre y su misterio.
Asistía a los juegos de los
pastorcicos encargados de llindarla, como una abuela. Si pudiera, se
sonreiría al pensar que Rosa y Pinín tenían por misión en el prado cuidar de
que ella, la Cordera ,
no se extralimitase, no se metiese por la vía del ferrocarril ni saltara a la
heredad vecina. ¡Qué había de saltar! ¡Qué se había de meter!
Pastar de cuando en cuando, no
mucho, cada día menos, pero con atención, sin perder el tiempo en levantar la
cabeza por curiosidad necia, escogiendo sin vacilar los mejores bocados, y,
después, sentarse sobre el cuarto trasero con delicia, a rumiar la vida, a
gozar el deleite del no padecer, del dejarse existir: esto era lo que ella
tenía que hacer, y todo lo demás aventuras peligrosas. Ya no recordaba cuándo
le había picado la mosca.
Aquella paz sólo se había turbado en
los días de prueba de la inauguración del ferrocarril. La primera vez que la Cordera vio pasar
el tren, se volvió loca. Saltó la sebe de lo más alto del Somonte, corrió por
prados ajenos, y el terror duró muchos días, renovándose, más o menos violento,
cada vez que la máquina asomaba por la trinchera vecina. Poco a poco se fue
acostumbrando al estrépito inofensivo. Cuando llegó a convencerse de que era un
peligro que pasaba, una catástrofe que amenazaba sin dar, redujo sus
precauciones a ponerse en pie y a mirar de frente, con la cabeza erguida, al formidable
monstruo; más adelante no hacía más que mirarle, sin levantarse, con antipatía
y desconfianza; acabó por no mirar al tren siquiera.
En Pinín y Rosa la novedad del
ferrocarril produjo impresiones más agradables y persistentes. Si al principio
era una alegría loca, algo mezclada de miedo supersticioso, una excitación
nerviosa, que les hacía prorrumpir en gritos, gestos, pantomimas descabelladas,
después fue un recreo pacífico, suave, renovado varias veces al día. Tardó
mucho en gastarse aquella emoción de contemplar la marcha vertiginosa,
acompañada del viento, de la gran culebra de hierro, que llevaba dentro de sí
tanto ruido y tantas castas de gentes desconocidas, extrañas. Pero telégrafo,
ferrocarril, todo eso, era lo de menos: un accidente pasajero que se ahogaba en
el mar de soledad que rodeaba el prao Somonte. Desde allí no se veía
vivienda humana; allí no llegaban ruidos del mundo más que al pasar el tren.
Mañanas sin fin, bajo los rayos del sol a veces, entre el zumbar de los
insectos, la vaca y los niños esperaban la proximidad del mediodía para volver
a casa. Y luego, tardes eternas, de dulce tristeza silenciosa, en el mismo
prado, hasta venir la noche, con el lucero vespertino por testigo mudo en la
altura. Rodaban las nubes allá arriba, caían las sombras de los árboles y de
las penas en la loma y en la cañada, se acostaban los pájaros, empezaban a
brillar algunas estrellas en lo más obscuro del cielo azul, y Pinín y Rosa, los
niños gemelos, los hijos de Antón de Chinta, teñida el alma de la dulce
serenidad sonadora de la solemne y seria Naturaleza, callaban horas y horas,
después de sus juegos, nunca muy estrepitosos, sentados cerca de la Cordera ; que
acompañaba el augusto silencio de tarde en tarde con un blando son de perezosa
esquila.
En este silencio, en esta calma
inactiva, había amores. Se amaban los dos hermanos como dos mitades de un fruto
verde, unidos por la misma vida, con escasa conciencia de lo que en ellos era
distinto, de cuanto los separaba; amaban Pinín y Rosa a la Cordera , la vaca
abuela, grande, amarillenta, cuyo testuz parecía una cuna. La Cordera recordaría
a un poeta la zacala del Ramayana, la vaca santa; tenía en la amplitud
de sus formas, en la solemne serenidad de sus pensados y nobles movimientos,
aires y contornos de ídolo destronado, caído, contento con su suerte, más
satisfecha con ser vaca verdadera que dios falso. La Cordera , hasta
donde es posible adivinar estas cosas, puede decirse que también quería a los
gemelos encargados de apacentarla.
Era poco expresiva; pero la
paciencia con que los toleraba cuando en sus juegos ella les servía de
almohada, de escondite, de montura; y para otras cosas que ideaba la fantasía
de los pastores, demostraba tácitamente el afecto del animal pacífico y
pensativo.
En tiempos difíciles, Pinín y Rosa
habían hecho por la Cordera
los imposibles de solicitud y cuidado. No siempre Antón de Chinta había tenido
el prado Somonte. Este regalo era cosa relativamente nueva. Años atrás, la Cordera tenía que
salir a la gramática, esto es, a apacentarse como podía, a la buena
ventura de los caminos y callejas de las rapadas y escasas praderías del común,
que tanto tenían de vía pública como de pastos. Pinín y Rosa, en tales días de
penuria, la guiaban a los mejores altozanos, a los parajes más tranquilos y
menos esquilmados, y la libraban de las mil injurias a que están expuestas las
pobres reses que tienen que buscar su alimento en los azares de un camino.
En los días de hambre, en el
establo, cuando el heno escaseaba, y el narvaso para estrar el lecho
caliente de la vaca faltaba también, a Rosa y a Pinín debía la Cordera mil
industrias que la hacían más suave la miseria. ¡Y qué decir de los tiempos
heroicos del parto y la cría, cuando se entablaba la lucha necesaria entre el
alimento y regalo de la nación, y el interés de los Chintos, que
consistía en robar a las ubres de la pobre madre toda la leche que no fuera
absolutamente indispensable para que el ternero subsistiese Rosa y Pinín, en
tal conflicto, siempre estaban de parte de la Cordera , y en cuanto había
ocasión, a escondidas, soltaban el recental, que, ciego, y como loco, a
testaradas contra todo, corría a buscar el amparo de la madre, que le albergaba
bajo su vientre, volviendo la cabeza agradecida y solícita, diciendo, a su
manera:
Añádase a todo que la Cordera tenía la
mejor pasta de vaca sufrida del mundo. Cuando se veía emparejada bajo el yugo
con cualquier compañera, fiel a la gamella, sabía someter su voluntad a la
ajena, y horas y horas se la veía con la cerviz inclinada, la cabeza torcida,
en incómoda postura, velando en pie mientras la pareja dormía en tierra.
* * *
Antón de Chinta comprendió que había
nacido para pobre cuando palpó la imposibilidad de cumplir aquel sueño dorado
suyo de tener un corral propio con dos yuntas por lo menos. Llegó,
gracias a mil ahorros, que eran mares de sudor y purgatorios de privaciones,
llegó a la primera vaca, la Cordera ,
y no paso de ahí; antes de poder comprar la segunda se vio obligado, para pagar
atrasos al amo, el dueño de la casería que llevaba en renta, a
llevar al mercado a aquel pedazo de sus entrañas, la Cordera , el amor de
sus hijos. Chinta había muerto a los dos aritos de tener la Cordera en casa. El
establo y la cama del matrimonio estaban pared por medio, llamando pared a un
tejido de ramas de castaño y de cañas de maíz. La Chinta , musa de la economía
en aquel hogar miserable, había muerto mirando a la vaca por un boquete del
destrozado tabique de ramaje, señalándola como salvación de la familia.
«Cuidadla, es vuestro sustento»,
parecían decir los ojos de la pobre moribunda, que murió extenuada de hambre y
de trabajo.
El amor de los gemelos se había
concentrado en la Cordera ;
el regazo, que tiene su cariño especial, que el padre no puede reemplazar,
estaba al calor de la vaca, en el establo, y allá, en el Somonte.
Todo esto lo comprendía Antón a su
manera, confusamente. De la venta necesaria no había qué decir palabra a los neños.
Un sábado de Julio, al ser de día, de mal humor Antón, echó a andar hacia
Gijón, llevando la Cordera
por delante, sin más atavío que el collar de esquila. Pinín y Rosa dormían.
Otros días había que despertarlos a azotes. El padre los dejó tranquilos. Al
levantarse se encontraron sin la
Cordera. «Sin duda, mío pá la había llevado al xatu».
No cabía otra conjetura. Pinín y Rosa opinaban que la vaca iba de mala gana;
creían ellos que no deseaba más hijos, pues todos, acababa por perderlos
pronto, sin saber cómo ni cuándo.
Al obscurecer, Antón y la Cordera entraban
por la corrada mohínos, cansados y cubiertos de polvo. El padre no dio
explicaciones, pero los hijos adivinaron el peligro.
No había vendido, porque nadie había
querido llegar al precio que a él se le había puesto en la cabeza. Era
excesivo: un sofisma del cariño. Pedía mucho por la vaca para que nadie se
atreviese a llevársela. Los que se habían acercado a intentar fortuna se habían
alejado pronto echando pestes de aquel hombre que miraba con ojos de rencor y
desafío el que osaba insistir en acercarse al precio fijo en que él se
abroquelaba. Hasta el último momento del mercado estuvo Antón de Chinta en el
Humedal, dando plazo a la fatalidad. «No se dirá, pensaba, que yo no quiero
vender: son ellos que no me pagan la
Cordera en lo que vale». Y, por fin, suspirando, si no
satisfecho, con cierto consuelo, volvió a emprender el camino por la carretera
de Candás adelante, entre la confusión y el ruido de cerdos y novillos, bueyes
y vacas, que los aldeanos de muchas parroquias del contorno conducían con mayor
o menor trabajo, según eran de antiguo las relaciones entre dueños y bestias.
En el Natahoyo, en el cruce de dos
caminos, todavía estuvo expuesto el de Chinta a quedarse sin la Cordera ; un vecino
de Carrió que le había rondado todo el día ofreciéndole pocos duros menos de
los que pedía, le dio el último ataque, algo borracho.
El de Carrió subía, subía, luchando
entre la codicia y el capricho de llevar la vaca. Antón; como una roca.
Llegaron a tener las manos enlazadas, parados en medio de la carretera,
interrumpiendo el paso... Por fin, la codicia pudo más; el pico de los
cincuenta los separó como un abismo; se soltaron las manos, cada cual tiró por
su lado; Antón, por una calleja que, entre madreselvas que aún no florecían y
zarzamoras en flor, le condujo hasta su casa.
* * *
Desde aquel día en que adivinaron el
peligro, Pinín y Rosa no sosegaron. A media semana se personó el
mayordomo en el corral de Antón. Era otro aldeano de la misma parroquia,
de malas pulgas, cruel con los caseros atrasados. Antón, que no admitía
reprimendas, se puso lívido ante las amenazas de desahucio.
El amo no esperaba más. Bueno,
vendería la vaca a vil precio, por una merienda. Había que pagar o quedarse en
la calle.
Al sábado inmediato acompañó al
Humedal Pinín a su padre. El niño miraba con horror a los contratistas de
carnes, que eran los tiranos del mercado. La Cordera fue comprada en su justo precio
por un rematante de Castilla. Se la hizo una señal en la piel y volvió a su establo
de Puao, ya vendida, ajena, tañendo tristemente la esquila. Detrás caminaban
Antón de Chinta, taciturno, y Pinín, con ojos como puños. Rosa, al saber la
venta, se abrazó al testuz de la
Cordera , que inclinaba la cabeza a las caricias como
al yugo.
«¡Se iba la vieja!» -pensaba con el
alma destrozada Antón el huraño.
«Ella ser, era una bestia, pero sus
hijos no tenían otra madre ni otra abuela». Aquellos días en el pasto, en la
verdura del Somonte, el silencio era fúnebre. La Cordera , que
ignoraba su suerte, descansaba y pacía como siempre, sub specie
aeternitatis, como
descansaría y comería un minuto antes de que el brutal porrazo la derribase
muerta. Pero Rosa y Pinín yacían desolados, tendidos sobre la hierba, inútil en
adelante. Miraban con rencor los trenes que pasaban, los alambres del
telégrafo. Era aquel mundo desconocido, tan lejos de ellos por un lado, y por
otro el que les llevaba su Cordera.
El viernes, al obscurecer, fue la
despedida. Vino un encargado del rematante de Castilla por la res. Pagó;
bebieron un trago Antón y el comisionado, y se sacó a la quintana la Cordera. Antón
había apurado la botella; estaba exaltado; el peso del dinero en el bolsillo le
animaba también. Quería aturdirse. Hablaba mucho, alababa las excelencias de la
vaca. El otro sonreía, porque las alabanzas de Antón eran impertinentes. ¿Que
daba la res tantos y tantos xarros de leche? ¿Que era noble en el yugo,
fuerte con la carga? ¿Y qué, si dentro de pocos días había de estar reducida a
chuletas y otros bocados suculentos? Antón no quería imaginar esto; se la
figuraba viva, trabajando, sirviendo a otro labrador, olvidada de él y de sus
hijos, pero viva, feliz... Pinín y Rosa, sentados sobre el montón de cucho,
recuerdo para ellos sentimental de la Cordera y de los propios afanes, unidos
por las manos, miraban al enemigo con ojos de espanto. En el supremo instante
se arrojaron sobre su amiga; besos, abrazos: hubo de todo. No podían separarse
de ella. Antón, agotada de pronto la excitación del vino, cayó como en un
marasmo; cruzó los brazos, y entró en el corral obscuro. Los hijos
siguieron un buen trecho por la calleja, de altos setos, el triste grupo del
indiferente comisionado y la Cordera ,
que iba de mala gana con un desconocido y a tales horas. Por fin, hubo que
separarse. Antón, mal humorado, clamaba desde casa:
-Bah, bah, neños, acá vos
digo; basta de pamemes! -Así gritaba de lejos el padre con voz de
lágrimas.
Caía la noche; por la calleja
obscura que hacían casi negra los altos setos, formando casi bóveda, se perdió
el bulto de la Cordera ,
que parecía negra de lejos. Después no quedó de ella más que el tin tan
pausado de la esquila, desvanecido con la distancia, entre los chirridos
melancólicos de cigarras infinitas.
-Adiós -contestó por último, a su
modo, la esquila, perdiéndose su lamento triste, resignado, entre los demás
sonidos de la noche de Julio en la aldea...
Al día siguiente, muy temprano, a la
hora de siempre, Pinín y Rosa fueron al prao Somonte. Aquella soledad no
lo había sido nunca para ellos, triste; aquel día, el Somonte sin la Cordera parecía el
desierto.
De repente silbó la máquina,
apareció el humo, luego el tren. En un furgón cerrado, en unas estrechas
ventanas altas o respiraderos, vislumbraron los hermanos gemelos cabezas de
vacas que, pasmadas, miraban por aquellos tragaluces.
-¡Adiós, Cordera! -vociferó
Pinín con la misma fe, enseñando los puños al tren, que volaba camino de
Castilla.
Y Rosa y Pinín miraban con rencor la
vía, el telégrafo, los símbolos de aquel mundo enemigo, que les arrebataba, que
les devoraba a su compañera de tantas soledades, de tantas ternuras
silenciosas, para sus apetitos, para convertirla en manjares de ricos
glotones...
Pasaron muchos años. Pinín se hizo
mozo y se lo llevó el Rey. Ardía la guerra carlista. Antón de Chinta era casero
de un cacique de los vencidos; no hubo influencia para declarar inútil a Pinín,
que, por ser, era como un roble.
Y una tarde triste de Octubre, Rosa,
en el prao Somonte sola, esperaba el paso del tren correo de Gijón, que
le llevaba a sus únicos amores, su hermano. Silbó a lo lejos la máquina,
apareció el tren en la trinchera, pasó como un relámpago. Rosa, casi metida por
las ruedas, pudo ver un instante en un coche de tercera multitud de cabezas de
pobres quintos que gritaban, gesticulaban, saludando a los árboles, al suelo, a
los campos, a toda la patria familiar, a la pequeña, que dejaban para ir a
morir en las luchas fratricidas de la patria grande, al servicio de un rey y de
unas ideas que no conocían.
Pinín, con medio cuerpo fuera de una
ventanilla, tendió los brazos a su hermana; casi se tocaron. Y Rosa pudo oír
entre el estrépito de las ruedas y la gritería de los reclutas la voz distinta
de su hermano, que sollozaba, exclamando, como inspirado por un recuerdo de
dolor lejano:
«Allá iba, como la otra, como la
vaca abuela. Se lo llevaba el mundo. Carne de vaca para los glotones, para los
indianos; carne de su alma, carne de cañón para las locuras del mundo, para las
ambiciones ajenas».
Entre confusiones de dolor y de
ideas, pensaba así la pobre hermana viendo al tren perderse a lo lejos,
silbando triste, con silbido que repercutían los castaños, las vegas y los
peñascos...
Con qué odio miraba Rosa la vía
manchada de carbones apagados; con qué ira los alambres del telégrafo. ¡Oh!
bien hacía la Cordera
en no acercarse. Aquello era el mundo, lo desconocido, que se lo llevaba todo.
Y sin pensarlo, Rosa apoyó la cabeza sobre el palo clavado tomó un pendón en la
punta del Somonte. El viento cantaba en las entrañas del pino seco su canción
metálica. Ahora ya lo comprendía Rosa. Era canción de lágrimas, de abandono, de
soledad; de muerte.
En las vibraciones rápidas, como
quejidos, creía oír, muy lejana, la voz que sollozaba por la vía adelante
Un
fragmento de La Regenta (novela de
Leopoldo Alas, Clarín)
La señorita doña Anunciación Ozores
había llegado a los cuarenta y siete años sin salir de la provincia de Vetusta.
Era por consiguiente una gran molestia, tal vez un peligro, aventurarse a
recorrer en veinte horas de diligencia la carretera de la costa que llegaba
hasta Loreto. La acompañaron en su viaje don Cayetano Ripamilán, canónigo respetable
por su condición y sus años, y una antigua criada de los Ozores.
Había muerto don Carlos de repente,
de noche, sin confesión, sin ningún sacramento. El médico decía que algún
derrame, algún vaso... Materialismo puro. Doña Anuncia veía la mano de Dios que
castiga sin palo ni piedra. Esto no impidió que durante el viaje manifestase la
señorita de Ozores, vestida de riguroso luto, un dolor apenas mitigado por la
resignación cristiana.
«Ana, la hija de la modista, había
caído en cama; estaba sola, en poder de criados; no había más remedio que ir a
recogerla. Ante aquella muerte concluían las diferencias de familia».
-«Muerto el perro se acabó la
rabia»,-había dicho uno de los nobles de Vetusta.
Doña Anuncia y don Cayetano
encontraron a la joven en peligro de muerte. Era una fiebre nerviosa; una
crisis terrible, había dicho el médico; la enfermedad había coincidido con
ciertas transformaciones propias de la edad; propias sí, pero delante de
señoritas no debían explicarse con la claridad y los pormenores que empleaba el
doctor. Don Cayetano podía oírlo todo, pero doña Anuncia hubiera preferido
metáforas y perífrasis. «El desarrollo contenido», «la crítica y misteriosa
metamorfosis», «la crisálida que se rompe», todo eso estaba bien; pero el
médico añadía unos detalles que doña Anuncia no vacilaba en calificar de
groseros.
Quince días había vivido sola en
poder de criados aquella pobre niña, huérfana y enferma, pues doña Anuncia no
se decidió a emprender el viaje de las veinte horas hasta que se le pidió esta
obra de caridad en nombre de su sobrina moribunda. Ana estaba ya enferma cuando
la sobrecogió la catástrofe. Su enfermedad era melancólica; sentía tristezas
que no se explicaba. La pérdida de su padre la asustó más que la afligió al
principio. No lloraba; pasaba el día temblando de frío en una somnolencia
poblada de pensamientos disparatados. Sintió un egoísmo horrible lleno de
remordimientos. Más que la muerte de su padre le dolía entonces su abandono,
que la aterraba. Todo su valor desapareció; se sintió esclava de los demás. No
bastaba la fuerza de sufrir en silencio, ni el refugiarse en la vida interior;
necesitaba del mundo, un asilo. Sabía que estaba muy pobre. Su padre, pocos meses
antes de morir, había vendido a vil precio a sus hermanas el palacio de
Vetusta. Aquel era el último resto de su herencia. El producto de tan mala
venta había servido para pagar deudas antiguas. Pero quedaban otras. La misma
quinta estaba hipotecada y su valor no podía sacar a nadie de apuros. En manos
del filósofo no había hecho más que ir perdiendo.
Sus derechos de orfandad, que le
dijeron que serían una ayuda irrisoria, poco más que nada, tardaría en cobrarlos;
no tenía quien le explicase cómo y dónde se pedían. Estaba sola, completamente
sola; ¿qué iba a ser de ella? Los amigos del filósofo no le sirvieron de nada.
No sabían más que discutir. El capellán no apareció por allí; la muerte
repentina de don Carlos olía un poco a azufre.
Un día, tres o cuatro después de
enterrado su padre, Ana quiso levantarse y no pudo. El lecho la sujetaba con
brazos invisibles. La noche anterior se había dormido con los dientes apretados
y temblando de frío. Había querido escribir a sus tías de Vetusta y no había
podido coordinar las palabras; hasta dudaba de su ortografía.
Tuvo pesadillas, y aunque hizo
esfuerzos para no declararse enferma, el mal pudo más, la rindió. El médico
habló de fiebre, de grandes cuidados necesarios; le hizo preguntas a que ella
no sabía ni quería contestar. Estaba sola y era absurdo. El doctor dijo que no
tenía con quien entenderse; añadió pestes de la incuria de los criados.
Ana dio gritos, se asustó mucho, se
sintió muy cobarde; llorando y con las manos en cruz pidió que llamaran a sus
tías, unas hermanas de su padre que vivían en Vetusta y que tenía entendido que
eran muy buenas cristianas.
Las tías sentían un vago
remordimiento por la compra del caserón. Comprendían que valía más, mucho más
de lo que habían pagado por él, abusando de la situación apurada de don Carlos,
que además era un aturdido en materia de intereses. ¡Él, que había renegado de
la fe de los Ozores! -«Por no ser víctima de una mixtificación».
Se presentaba ocasión de
tranquilizar la conciencia amparando a la desventurada hija del hermano de sus
pecados.
Doña Anuncia pudo apreciar mejor la
grandeza de su buena obra cuando vio que Ana «estaba en la calle» o poco menos.
La quinta que ellas habían imaginado digna de un Ozores, aunque fuese
extraviado, era una casa de aldea muy pintada, pero sin valor, con una huerta
de medianas utilidades. Y además estaba sujeta a una deuda que mal se podría
enjugar con lo que ella valía. Estaba fresca Anita. Ni rico había sabido
hacerse el infeliz ateo. ¡Perder el alma y el cuerpo, el cielo y la tierra!
Negocio redondo. Pero, en fin, a lo hecho pecho.
Pero doña Anuncia se aburría en
Loreto, donde no había sociedad; y el viaje, la vuelta a Vetusta, se precipitó
contra los consejos del mediquillo grosero, que prodigaba los términos técnicos
más transparentes.
En cuanto llegaron a Vetusta, la
huérfana tuvo «un retraso en su convalecencia», según el médico de la casa, que
era comedido y no llamaba las cosas por su nombre.
Las señoritas de Ozores y la nobleza
de Vetusta suspendieron el juicio que iba a merecerles la hija de don Carlos y
de la modista italiana hasta poder reunir datos suficientes. Mientras la joven
estuvo entre la vida y la muerte, doña Anuncia encontró irreprochable su
conducta.
En honor de la verdad, nada había
que decir contra su educación ni contra su carácter: hacía muy buena enferma.
No pedía nada; tomaba todo lo que le daban, y si se le preguntaba:
En el círculo aristocrático de
Vetusta, a que pertenecían naturalmente las señoritas de Ozores, no se hablaba
más que de la abnegación de estas santas mujeres.
Glocester, o sea don Restituto
Mourelo, canónigo raso a la sazón, decía con voz meliflua y misteriosa en la
tertulia del marqués de Vegallana:
-Señores, esta es la virtud antigua;
no esa falsa y gárrula filantropía moderna. Las señoritas de Ozores están
llevando a cabo una obra de caridad que, si quisiéramos analizarla
detenidamente, nos daría por resultado una larga serie de buenas acciones. No
sólo se trata de echar sobre sí la enorme carga de mantener, y creo que hasta
vestir y calzar, a una persona que las sobrevivirá, según todas las
probabilidades, carga que es de por vida o vitalicia por consiguiente; sino que
además esa joven representa una abdicación, que me abstengo de calificar, una abdicación
de su señor padre...
-Abominable -añadió Glocester
inclinándose-. Representa una alianza nefasta en que la sangre, a todas luces
azul, de los Ozores, se mezcló en mal hora con sangre plebeya; y lo que es lo
peor... según todos sabemos, representa esa niña la poco meticulosa moralidad
de su madre, de su infausta...
-Sí, señor -interrumpió la marquesa
de Vegallana, que no toleraba los discursos de Glocester-; sí señor, su madre
era una perdida, corriente; pero la chica se presenta bien, según dicen sus
tías; es muy dócil y muy callada.
Aquella noche se acordó en la
tertulia acoger a la hija de don Carlos como una Ozores, descendiente de la
mejor nobleza. No se hablaría para nada de su madre; esto quedaba prohibido,
pero ella sería considerada como sobrina de quien tantos elogios merecía.
Gran consuelo recibieron doña
Anuncia y doña Águeda al saber por el médico esta resolución de la nobleza
vetustense.
El bello ideal de doña Anuncia había
sido siempre un viaje a Venecia con un amante; pero una vez que el siglo estaba
metalizado y las muchachas no sabían enamorarse, ella quería utilizar,
si era posible, la hermosura de Ana, que si se alimentaba bien sería guapa como
su padre y todos los Ozores, pues lo traían de raza. Sí, era preciso darle bien
de comer, engordarla. Después se le buscaba un novio. Empresa difícil, pero no
imposible. En un noble no había que pensar. Estos eran muy finos, muy galantes
con las de su clase, pero si no tenían dote se casaban con las hijas de los
americanos y de los pasiegos ricos. Lo sabían ellas por una dolorosa
experiencia. Los chicos innobles, que pudiera decirse, de Vetusta, no
eran grandes proporciones; pero aunque se quisiera apencar -apencar decía doña
Águeda en el seno de la confianza-, con algún abogadote, ninguno de aquellos
bobalicones se atrevería a enamorar a una Ozores, aunque se muriese por ella.
La única esperanza era un americano. Los indianos deseaban más la nobleza y se
atrevían más, confiaban en el prestigio de su dinero. Se buscaría por
consiguiente un americano. Lo primero era que la chica sanase y engordase.
La naturaleza vino pronto en ayuda
de aquel esfuerzo terrible de la voluntad. Ana quería fuerzas, salud, colores,
carne, hermosura, quería poder librar pronto a sus tías de su presencia. El
cuidarse mucho, el alimentarse bien le pareció entonces el deber supremo. El
estado de su ánimo no contradecía estos propósitos.
Y sus dos novelas:
Su
único hijo en: http://www.cervantesvirtual.com/obra-visor/su-unico-hijo--0/html/
«Un duro
falso», Emilia Pardo Bazán
-No te vengas sin cobrar, ¿yestú?
La orden repercutía con martilleo monótono en la
cabeza, redonda y rapada, del aprendiz de obra prima. ¿Sin cobrar? De ningún
modo. En primer término, le obligaba el punto de honra, el deseo de acreditar
que servía para algo -¡le habían repetido tantas veces, en tono despreciativo,
la afirmación contraria!-. En segundo, le apremiaba el horror nervioso,
profundo, a la vergüenza del infalible puntillón del maestro...
¡El maestro! ¡Si Natario, el desmedrado granuja,
fuese capaz de aquilatar la exactitud de las denominaciones, sacaría en limpio
que no procedía nombrar maestro a quien nada enseña! ¡Aun sin razonarlo,
Natario lo percibía, y no podía sufrirlo, señores! Había un fondo de amargor en
el alma oprimida del chico. Le faltaba aire de justicia; se sentía ofendido,
menospreciado, y acaso en su propia ofensa latía la de una colectividad. No
daba a estos sentimientos su verdadero alcance; no era consciente de ellos. Protesta
sorda, oscura, que se exaltaba a fin de mes, cuando la madre de Natario,
asistenta y casi mendiga, tenía que aflojar una peseta por los derechos de
aprendizaje de su hijo.
-¿Te da labor el señor Romualdo? ¿Aprendes o no?
Culpa tuya será, haragán, flojo, zángano... ¡Pum!
Y la mano ruda, deformada, de la madre plebeya
caía sobre la cabeza pálida y afeitada al rape. Natario se sorbía las lágrimas,
se guardaba el golpe -porque no era ignominioso- y volvía al obrador con más
indignación depositada en el pecho. ¿Quién aprende, vamos a ver, si no le ponen
tarea; si en vez de confiarle un cacho de suela remojada para batirla, solo le
dan unas hojas de papel con que apremiar a la gente? A él no le encargaban sino
que se llegase aquí o acullá, a casas situadas en barrios extraviados, a subir
pisos y más pisos, para que le despidiesen con el encargo de volver a primeros
de mes, cuando hay dinerete fresco... Así rompía Natario su calzado propio, sin
esperanzas de adiestrarse en fabricar el ajeno nunca. Los pares de botas
alineados en el mostrador, con sus puntas relucientes, cristalinas a fuerza de
restregones de crema smart; los zapatos de alto taconcito y moño crespo, de
seda y abalorio, parecían desdeñar sus afanes de artista. «No nos construirás
nunca. Tú, a mal barrer el obrador y a atropellar recados.»
Algo semejante a esto le decían los demás
oficiales con sus burlas y chanflonerías. El aprendiz recadero era el
hazmerreír, el tema jocoso de las conversaciones. Su huraña tristeza, su aire
de persona herida por la suerte, daban larga tela regocijada a los intermedios
de la labor, cigarrillo en boca. Le ponían motes efímeros -Papa Notario, el
Tranvía- por irrisión de que ignoraba lo que era subirse a este popularísimo
vehículo. Bien podría, como otros golfos, trepar a la plataforma y estarse allí
hasta que le corriesen; pero a Natario le dolía, como sabemos, el punto de
honra maldecido... En su sangre pobre, de chico escrofuloso y enteco por
desnutrición, corría quizá una vena azul cobalto, algo que infunde al espíritu
el temple de la altivez y no permite exponerse jamás a ser afrentado
merecidamente... Sin razón, claro es que aguantaba bochornos y malos
tratamientos... ¡Con razón, concho, con razón nadie había tenido qué decirle al
hijo de su madre! Y el hervor de aquella indignación consabida se acrecentaba,
y sus burbujas subían al cerebro del chiquillo, casi adolescente, alborotando
sus primeras pasionalidades. Sus manos se crispaban, su garganta se contraía.
Después, calmado el acceso, recaía en esquiva y pasiva obediencia.
Le encontramos volviendo al taller, después de
una de sus odiseas de entrega y cobro. ¡Qué rendido venía! Arrastraba los pies.
Eran las seis de la tarde, y desde las once, hora en que su madre le había dado
unas sopas de corruscos de pan flotando en aguachirle turbia, ningún alimento
confortaba su estómago. Natario conocía el origen de su desconsuelo, del
desfallecimiento angustioso que engendraba su cansancio; un mendrugo y una copa
de vino lo remediaría... Otros chicos, en las calles que el aprendiz iba
recorriendo, extendían la mano, contando cosas muy plañideras, y los señores,
sin mirarlos les alargaban perros. «Si tiés hambre, ingéniate como los demás»,
era la imperiosa instrucción de la madre. Ingeniarse significaba pedir limosna
o... Esto último no acertaba ni a pensarlo. Y lo otro, tampoco: una luz de la
conciencia le mostraba que ambos recursos se asemejan y a veces se confunden.
Él, Natario, viviría de su sudor, pero con la frente alta..., es un decir, y lo
de la frente alta, una frase que jamás había pronunciado el chico; pero dentro
de sí, Natario se hacía superior a la humillación de su inutilidad y pequeñez,
con la certidumbre de no ser capaz -ni de trance de muerte- de «ingeniarse como
los más», ¡mendigos o rateros!
En el bolsillo de su raído pantalón, pesaban los
cuartos de la cobranza, seis duros, cuatro pesetas, unos céntimos. Natario, por
costumbre, deslizaba la mano frecuentemente, palpando las monedas, con terror
de perder alguna, que se escurriese por agujeros invisibles del forro. Allí
estaban; no se habían evaporado. Natario se detuvo a respirar, con el resuello
corto y nublada la vista. Luego, de una arrancada desesperada, salvó las tres o
cuatro calles que le separaban del establecimiento de su patrono.
-¿Viene la cantidad? -los ojos encarnizados del
zapatero interrogaban severamente.
-Aquí la traigo...
Entre las ansias del sobrealiento y el impulso
irresistible de rendir pronto lo que no era suyo, Natario jadeaba. Risas
sofocadas salieron del obrador, donde, silbando un tango verde, los compañeros
cosían y batían suela. Hacíales gracia lo fatigoso que llegaba el bueno de
Tranvía.
-Oye, oye, guasón... ¿qué rediez me traes aquí?
-interrogó el patrono, al recontar la entrega-. ¿Tú te has creído, sabandija,
que voy a tomarte por buena moneda falsa?
-¿Moneda falsa? -Natario repetía las palabras
atónito, sin comprender.
-¡Hazte el tonto!... ¡Buen tonto aprovechado
estás tú! Te guardas el duro legítimo y me das el de plomo indecente. ¡A ver,
venga mi duro, más pronto que la vista!
Un lloro repentino, un hipo asfixiante, una queja
que vibraba furiosa...
-¡Es el que man dao! ¡El que man dao! ¡No man...
dao... otro!
La diestra nervuda y velluda del patrono descargó
un revés en la mejilla macilenta del aprendiz, sofocado por las lágrimas y la
rebeldía de su orgullosa honradez.
-¡Agua va!
-¡Apúntate esa!
Eran las voces mofadoras de los verdaderos
aprendices, de los que machacaban el cuero y tiraban del hilo encerado. El
estallido del bofetón, el alboroto de la bronca, los distraían.
-¡Por robar a tu maestro! -exclamó el zapatero
violentamente, secundando en el otro carrillo.
Natario no sintió el dolor del brutal soplamocos;
las muelas le temblaron, pero ni lo advirtió siquiera. Allá dentro, en el fondo
mismo de su ser, algo le dolía más, con punzadas y latidos intolerables: «Por
robar...»
En voz ronca, voz de hombre -que él mismo no
conocía y le sonaba de extraño modo- lanzó a la cara de su opresor:
-Usté no es mi maestro. ¡Yo no he robao!
Y una interjección feroz y un conato de arrojarse
al cuello de su enemigo... Un conato solamente; porque si Natario acababa de
sentir en su espíritu la virilidad que reforzaba su voz, su cuerpo mezquino
cedió inmediatamente: dos brazos fuertes le sujetaron, y puños enérgicos le contundieron,
descargando sobre su pecho canijo, sus flacos hombros, sus espaldas precozmente
doblegadas, lluvia de trompicones, mientras un pie recio, ancho, intentaba
partirle la espinilla con reiterados golpes de los que hacen ver en el aire
lucería de color... El niño, desencajado, apretando los dientes, reprimía el
grito, el ¡ay! del martirizado; un hilo de sangre brotaba de sus narices
magulladas por un puñetazo certero. El señor Romualdo, embriagándose con su
propia ira, repetía:
-¡Ladrón! ¡Estafador! ¡Venga el duro, o a la
cárcel!
Se cansó al fin de pegar, tomó un respiro, soltó
al muchacho y se sentó, pasándose el revés de la mano por la frente sudorosa.
Natario cayó inerte al suelo; los aprendices ya no reían; uno se levantó, y con
el agua de remojar le roció las sienes. El chico abrió los ojos, se incorporó,
tambaleándose, y con la cabeza baja se acercó al banco más próximo.
Disimuladamente asió una herramienta afilada, una cuchilla de cortar suela, y
volviendo hacia el maestro, que resoplaba en su silla, refunfuñando todavía
para reclamar el duro, tiró tajo redondo, rebanándole mitad del pescuezo, del
cual brotó un surtidor escarlata, mientras el hombre se derrumbaba sin
articular un grito.
Un
fragmento de La madre Naturaleza, de
Emilia Pardo Bazán
Aun cuando el escondrijo daba
espacio bastante, la pareja no se desunió al acogerse allí, sino que enlazada
se dirigió a lo más oscuro, sin detenerse hasta tropezar con la pared, contra
la cual se reclinó en silencio, al abrigo de la remangada falda. Ni menos se
desviaron sus rostros, tan cercanos, que él sentía el aletear de mariposa de
los párpados de ella, y el cosquilleo de sus pestañas curvas. Dentro del
camarín de tela, los envolvía suavemente el calor mutuo que se prestaban: las
manos, al sujetar bajo la barbilla la orla del vestido, se entretejían, se
fundían como si formasen parte de un mismo cuerpo. Al fin el mancebo fue
aflojando poco a poco el brazo y la mano, y ella apartó cosa de media pulgada
el rostro. La tela, deslizándose, cayó hacia atrás, y quedaron descubiertos,
agitados y sin saber qué decirse. Llenaba la gruta el vaho poderoso de la
robusta vegetación semi-palúdica, y el sofocante ardor de un día canicular.
Fuera, seguía cayendo con ímpetu la lluvia, que tendía ante los ojos de la pareja
refugiada una cortina de turbio cristal, y ayudaba a convertir en cerrado
gabinete el barranco donde con palpitante corazón esperaban niña y muchacho que
cesase el aguacero.
No era la vez primera que se
encontraban así, juntos y lejos de toda mirada humana, sin más compañía que la
madre naturaleza, a cuyos pechos se habían criado. ¡En cuántas ocasiones, ya a
la sombra del gallinero o del palomar que conserva la tibia atmósfera y el olor
germinal de los nidos, ya en la soledad del hórreo, sobre el lecho movedizo de
las espigas doradas, ya al borde de los setos, riéndose de la picadura de las
espinas y del bigote cárdeno que pintan las moras, ya en el repuesto albergue
de algún soto, o al pie de un vallado por donde serpeaban las lagartijas,
habían pasado largas horas compartiendo el mendrugo de pan seco y duro ya a
fuerza de andar en el bolsillo, las cerezas atadas en un pañuelo, las manzanas
verdes; jugando a los mismos juegos, durmiendo la siesta sobre la misma paja!
¿Entonces, a qué venía semejante turbación al recogerse en la gruta? -12- Nada se había mudado en torno suyo; ellos eran
quienes, desde el comienzo de aquel verano, desde que él regresara del
instituto de Orense a la aldea para las vacaciones, se sentían inmutados,
diferentes y medio tontos. La niña, tan corretona y traviesa de ordinario,
tenía a deshora momentos de calma, deseos de ociosidad y reposo, lasitudes que
la movían a sentarse en la linde de un campo o a apoyarse en un murallón, cuyo
afelpado tapiz de musgo rascaba distraídamente con las uñas. A veces clavaba a
hurtadillas los ojos en el lindo rostro de su compañero de infancia, como si no
le hubiese visto nunca; y de repente los volvía a otra parte, o los bajaba al
suelo. También él la miraba mucho más, pero fijamente, sin rebozo, con
ardientes y escrutadoras pupilas, buscando en pago otra ojeada semejante; y al
paso que en ella crecía el instintivo recelo, en él sucedía a la intimidad
siempre un tanto hostil y reñidora que cabe entre niños, al aire despótico que
adoptan los mayores y los varones con las chiquillas, un rendimiento, una
ternura, una galantería refinada, manifestada a su manera, pero de continuo.
Ayer, aunque inseparables y encariñados hasta el extremo de no poder vivir sino
juntos y de que les costase todos los inviernos una enfermedad la ausencia,
cimentaban su amistad, más que las finezas, los pescozones, cachetes y
mordiscos, las riñas y enfados, la superioridad cómica que se arrogaba él, y
las malicias con que ella le burlaba. Hoy parecía como si ambos temiesen, al hablarse,
herirse o suscitar alguna cuestión enojosa; no disputaban, no se peleaban
nunca; el muchacho era siempre del parecer de la niña. Esta cortedad y recelo
mutuo se advertía más cuando estaban a solas. Delante de gente se restablecía
la confianza y corrían las bromas añejas.
Con todo eso no renunciaban a
corretear juntos y sin compañía de nadie. A falta de testigos, les distraía y
tranquilizaba la menor cosa: una flor, un fruto silvestre que recogían, una
mosca verde que volaba rozando con la cara de la niña. Impremeditadamente se
escudaban con la naturaleza, su protectora y cómplice.
En la gruta, lo que les sacó de su
momentáneo embeleso, fue observar la vegetación viciosa y tropical del fondo.
La niña, gran botánica por instinto, conocía todas las plantas y hierbas
bonitas del país; pero jamás había encontrado, ni a la orilla de las fuentes,
tan elegantes hojas péndulas, tan colosales y perfumados helechos, tanto
pulular de insectos como en aquel lugar húmedo y caluroso. Parecía que la
naturaleza se revelaba allí más potente y lasciva que nunca, ostentando sus
fuerzas genesíacas con libre impudor. Olores almizclados revelaban la presencia
de millares de hormigas; y tras la exuberancia del follaje, se divisaba la
misteriosa y amenazadora forma de la araña, y se arrastraba la oruga negra, de
peludo lomo. La niña los miraba, estremeciéndose cuando al apartar las hojas
descubría algún secreto rito de la vida orgánica, el sacrificio de un moscón
preso y agonizante en la red, el juego amoroso de dos insectos colgados de un
tallo, la procesión de hormigones que acarreaban un cuerpo muerto.
Más cuentos de Emilia Pardo Bazán en:
Novelas:
Los pazos
de Ulloa: http://www.cervantesvirtual.com/obra-visor/los-pazos-de-ulloa--0/html/
La madre
Naturaleza: http://www.cervantesvirtual.com/obra-visor/la-madre-naturaleza/html/
«Rompecabezas»,
de Benito Pérez Galdós
- I -
Ayer, como quien dice,
el año Tal de la
Era Cristiana , correspondiente al Cuál, o si se
quiere, al tres mil y pico de la cronología egipcia, sucedió lo que voy a
referir, historia familiar que nos transmite un papirus redactado en
lindísimos monigotes. Es la tal historia o sucedido de notoria insignificancia,
si el lector no sabe pasar de las exterioridades del texto gráfico; pero
restregándose en éste los ojos por espacio de un par de siglos, no es difícil
descubrir el meollo que contiene.
Pues señor... digo que
aquel día o aquella tarde, o pongamos noche, iban por los llanos de Egipto, en
la región que llaman Djebel Ezzrit (seamos eruditos), tres personas y un
borriquillo. Servía éste de cabalgadura a una hermosa joven que llevaba un niño
en brazos; a pie, junto a ella, caminaba un anciano grave, empuñando un palo,
que así le servía para fustigar al rucio como para sostener su paso fatigoso.
Pronto se les conocía que eran fugitivos, que buscaban en aquellas tierras
refugio contra perseguidores de otro país, pues sin detenerse más que lo
preciso para reparar las fuerzas, escogían para sus descansos lugares
escondidos, huecos de peñas solitarias, o bien matorros espesos, más
frecuentados de fieras que de hombres.
Imposible reproducir
aquí la intensidad poética con que la escritura muñequil describe o más bien
pinta la hermosura de la madre. No podréis apreciarla y comprenderla imaginando
substancia de azucenas, que tostada y dorada por el sol conserva su ideal
pureza. Del precioso nene, sólo puede decirse que era divino humanamente, y que
sus ojos compendiaban todo el universo, como si ellos fueran la convergencia
misteriosa de cielo y tierra.
Andaban, como he dicho,
presurosos, esquivando los poblados y deteniéndose tan sólo en caseríos o
aldehuelas de gente pobre, para implorar limosna. Como no escaseaban en aquella
parte del mundo las buenas almas, pudieron avanzar, no sin trabajos, en su
cautelosa marcha, y al fin llegaron a la vera de una ciudad grandísima, de
gigantescos muros y colosales monumentos, cuya vista lejana recreaba y
suspendía el ánimo de los pobres viandantes. El varón grave no cesaba de
ponderar tanta maravilla; la joven y el niño las admiraban en silencio.
Deparóles la suerte, o por mejor decir, el Eterno Señor, un buen amigo,
mercader opulento, que volvía de Tebas con sinfín de servidores y una cáfila de
camellos cargados de riquezas. No dice el papirus que el tal fuese
compatriota de los fugitivos; pero por el habla (y esto no quiere decir que lo
oyéramos), se conocía que era de las tierras que caen a la otra parte de la mar
Bermeja. Contaron sus penas y trabajos los viajeros al generoso traficante, y éste
les albergó en una de sus mejores tiendas, les regaló con excelentes manjares,
y alentó sus abatidos ánimos con pláticas amenas y relatos de viajes y
aventuras, que el precioso niño escuchaba con gravedad sonriente, como oyen los
grandes a los pequeños, cuando los pequeños se saben la lección. Al despedirse
asegurándoles que en aquella provincia interna del Egipto debían considerarse
libres de persecución, entregó al anciano un puñado de monedas, y en la mano
del niño puso una de oro, que debía de ser media pelucona o doblón de a ocho,
reluciente, con endiabladas leyendas por una y otra cara. No hay que decir que
esto motivó una familiar disputa entre el varón grave y la madre hermosa, pues
aquél, obrando con prudencia y económica previsión, creía que la moneda estaba
más segura en su bolsa que en la mano del nene, y su señora, apretando el puño
de su hijito y besándolo una y otra vez, declaraba que aquellos deditos eran
arca segura para guardar todos los tesoros del mundo.
- II -
Tranquilos y gozosos, después
de dejar al rucio bien instalado en un parador de los arrabales, se internaron
en la ciudad, que a la sazón ardía en fiestas aparatosas por la coronación o
jura de un rey, cuyo nombre ha olvidado o debiera olvidar la Historia. En una
plaza, que el papirus describe hiperbólicamente como del tamaño de una
de nuestras provincias, se extendía de punta a punta un inmenso bazar o
mercado. Componíanlo tiendas o barracas muy vistosas, y de la animación y
bullicio que en ellas reinaba, no pueden dar idea las menguadas muchedumbres
que en nuestra civilización conocemos. Allí telas riquísimas, preciadas joyas,
metales y marfiles, drogas mil balsámicas, objetos sin fin, construidos para la
utilidad o el capricho; allí manjares, bebidas, inciensos, narcóticos, estimulantes
y venenos para todos los gustos; la vida y la muerte, el dolor placentero y el
gozo febril.
Recorrieron los
fugitivos parte de la inmensa feria, incansables, y mientras el anciano miraba
uno a uno todos los puestos, con ojos de investigación utilitaria, buscando
algo en que emplear la moneda del niño, la madre, menos práctica tal vez,
soñadora, y afectada de inmensa ternura, buscaba algún objeto que sirviera para
recreo de la criatura, una frivolidad, un juguete en fin, que juguetes han
existido en todo tiempo, y en el antiguo Egipto enredaban los niños con
pirámides de piezas constructivas, con esfinges y obeliscos monísimos, y
caimanes, áspides de mentirijillas, serpientes, ánades y demonios coronados.
No tardaron en encontrar
lo que la bendita madre deseaba. ¡Vaya una colección de juguetes! Ni qué vale
lo que hoy conocemos en este interesante artículo, comparado con aquellas
maravillas de la industria muñequil. Baste decir que ni en seis horas largas se
podía ver lo que contenían las tiendas: figurillas de dioses muy brutos, y de
hombres como pájaros, esfinges que no decían papá y mamá, momias baratas que se
armaban y desarmaban; en fin... no se puede contar. Para que nada faltase,
había teatros con decoraciones de palacios y jardines, y cómicos en actitud de
soltar el latiguillo; había sacerdotes con sábana blanca y sombreros deformes,
bueyes de la ganadería de Apis, pitos adornados con flores del Loto,
sacerdotisas en paños menores, y militares guapísimos con armaduras, capacetes,
cruces y calvarios, y cuantos chirimbolos ofensivos y defensivos ha inventado
para recreo de grandes, medianos y pequeños, el arte militar de todos los
siglos.
- III -
En medio de la señora y
del sujeto grave iba el chiquitín, dando sus manecitas, a uno y otro, y acomodando
su paso inquieto y juguetón al mesurado andar de las personas mayores.
Y en verdad que bien
podía ser tenido por sobrenatural aquel prodigioso infante, pues si en brazos
de su madre era tiernecillo y muy poquita cosa, como un ángel de meses, al contacto
del suelo crecía misteriosamente, sin dejar de ser niño; andaba con paso ligero
y hablaba con expedita y clara lengua. Su mirar profundo a veces triste,
gravemente risueño a veces, producía en los que le contemplaban confusión y
desvanecimiento.
Puestos al fin de
acuerdo los padres sobre el empleo que se había de dar a la moneda, dijéronle
que escogiese de aquellos bonitos objetos lo que fuese más de su agrado. Miraba
y observaba el niño con atención reflexiva, y cuando parecía decidirse por
algo, mudaba de parecer, y tras un muñeco señalaba otro, sin llegar a mostrar
una preferencia terminante. Su vacilación era en cierto modo angustiosa, como
si cuando aquel niño dudaba ocurriese en toda la Naturaleza una
suspensión del curso inalterable de las cosas. Por fin, después de largas
vacilaciones, pareció decidirse. Su madre le ayudaba diciéndole: «¿Quieres
guerra, soldados?» Y el anciano le ayudaba también, diciéndole: «¿Quieres
ángeles, sacerdotes, pastorcitos?» Y él contestó con gracia infinita, balbuciendo
un concepto que traducido a nuestras lenguas, quiere decir: «De todo mucho.»
Como las figurillas eran
baratas, escogieron bien pronto cantidad de ellas para llevárselas. En la
preciosa colección había de todo mucho, según la feliz expresión del
nene; guerreros arrogantísimos, que por las trazas representaban célebres
caudillos, Gengis Kan, Cambises, Napoleón, Aníbal; santos y eremitas barbudos,
pastores con pellizos y otros tipos de indudable realidad.
Partieron gozosos hacia
su albergue, seguidos de un enjambre de chiquillos, ávidos de poner sus manos
en aquel tesoro, que por ser tan grande se repartía en las manos de los tres
forasteros. El niño llevaba las más bonitas figuras, apretándolas contra su
pecho. Al llegar, la muchedumbre infantil, que había ido creciendo por el
camino, rodeó al dueño de todas aquellas representaciones graciosas de la
humanidad.
El hijo de la fugitiva
les invitó a jugar en un extenso llano frontero a la casa... Y jugaron y
alborotaron durante largo tiempo, que no puede precisarse, pues era día, y
noche, y tras la noche, vinieron más y más días, que no pueden ser contados. Lo
maravilloso de aquel extraño juego en que intervenían miles de niños (un
historiador habla de millones), fue que el pequeñuelo, hijo de la bella señora,
usando del poder sobrenatural que sin duda poseía, hizo una transformación
total de los juguetes, cambiando las cabezas de todos ellos, sin que nadie lo
notase; de modo que los caudillos resultaron con cabeza de pastores, y los
religiosos con cabeza militar.
Vierais allí también
héroes con báculo, sacerdotes con espada, monjas con cítara, y en fin, cuanto
de incongruente pudierais imaginar. Hecho esto, repartió su tesoro entre la
caterva infantil, la cual había llegado a ser tan numerosa como la población
entera de dilatados reinos.
A un chico de Occidente,
morenito, y muy picotero, le tocaron algunos curitas cabezudos, y no pocos
guerreros sin cabeza.
Un
capítulo de Fortunata y Jacinta
(novela de Pérez Galdós)
En el resto de aquel aciago día,
dicho se está que la pobre señora de Rubín se entregó a las mayores
extravagancias, pues tal nombre merecen sin duda actos como no querer comer,
estar llorando a moco y baba tres horas seguidas, encender la luz cuando aún
era día claro, apagarla después que fue noche por gusto de la oscuridad, y
decir mil disparates en alta voz, lo mismo que si delirara. La criada intentó
tranquilizarla; pero los consuelos verbales la irritaban más. A eso de las
nueve, la dolorida se levantó con resolución del sofá en que se había echado, y
a tientas, porque el gabinete estaba oscurísimo, buscó su mantón. «Ya verán, ya
verán» murmuraba en su agitación epiléptica; y a tientas buscó también las
botas y se las puso. Pañuelo a la cabeza, mantón bien recogido sobre los
hombros, y a la calle... Salió con rapidez y determinación, como quien sabe a
dónde va y obedece a uno de esos formidables impulsos en línea recta que
conducen a toda acción terminante. Ni tiempo dio a que Dorotea pudiera
detenerla, porque cuando esta la vio, ya estaba abriendo la puerta y salía como
una saeta.
Eran las nueve de la noche.
Fortunata atravesó con paso ligero la calle de Hortaleza, la Red de San Luis. No debía de
estar muy trastornada cuando en vez de tomar por la calle de la Montera , en la cual el
gentío estorbaba el tránsito, fue a buscar la de la Salud y bajó por ella,
considerando que por tal camino ganaba diez minutos. De la calle del Carmen
pasó a la de Preciados, sin perder ni un momento el instinto de la viabilidad.
Atravesó la Puerta
del Sol por frente a la casa de Cordero, y ya la tenéis subiendo por la calle
de Correos hacia la plazuela de Pontejos. Ya llegaba, y a medida que veía más
cerca el objeto de su viaje, parecía como que se le iba acabando la cuerda
epiléptica que la impulsaba a la febril marcha. Vio el portal de la casa de
Santa Cruz, y sus miradas se internaron con recelo por aquella cavidad ancha,
de estucadas paredes, y alumbrada por mecheros de gas. Ver esto y pararse en
firme, con cierta frialdad en el alma, sintiendo el choque interior de toda
velocidad bruscamente enfrenada, fue todo uno.
Ver el portal fue para la prójima,
como para el pájaro, que ciego y disparado vuela, topar violentamente contra un
muro. Los que obran bajo la acción de impulsos cerebrales, irresistibles y
mecánicos, como los instintos que atañen —109→
a la conservación, van muy bien en su carrera mientras no ven el fin más que en
la representación falsa que de él les da su deseo; pero cuando la realidad de
aquel fin se les pone delante, ofreciéndoseles como acción sometida a las leyes
generales, no hay velocidad que no tenga su rechazo. ¿Cuál era el intento de
Fortunata y qué iba a hacer allí? ¡Friolera!... Pues nada más que entrar en la
casa sin pedir permiso a nadie, llamar, colarse de rondón, dando gritos y atropellando
a todo el que encontrara, llegarse a Jacinta, cogerla por el moño y... Esto de
cogerla por el moño no se determinó bien en su voluntad; pero sí que le diría
mil cosas amargas y violentas. Tal pensaba cuando le entró aquel desatino de
salir de su casa y correr hacia la plazuela de Pontejos. Y cuando bajaba por la
calle de la Salud ,
iba pensando así: «No se me quedará en el cuerpo nada, nada. Ella es la que me
hace desgraciada, robándome a mi marido... Porque es mi marido: yo he tenido un
hijo suyo y ella no... Vamos a ver, ¿quién tiene más derecho? Entrañas por
entrañas, ¿cuáles valen más?». Estos enormes disparates, nacidos del trastorno
que en su cerebro reinara, persistieron cuando estaba parada y atónita delante
del portal de los de Santa Cruz.
Pero la contenía un cierto respeto
que no acertaba a explicarse. Se alejó, y desde la acera de enfrente miró hacia
la casa, diciendo para sí: «Habrá luz en el gabinete de Jacinta, donde estarán
de tertulia». Pero no vio nada. Todo cerrado; todo a oscuras... «¡Si habrán
salido...! No, estarán ahí burlándose de mí, riéndose de la trastada que me han
hecho... Buenos son todos: ¡tales hijos, tales padres!». Volvió a sentir el
insensato anhelo de entrar en la casa, y dio tres o cuatro pasos hacia ella;
pero retrocedió por segunda vez. «¿A ver quién sale?». Era un viejo que se
detenía en el portal y echaba un párrafo con Deogracias. La joven reconoció a
Estupiñá, que había sido vecino suyo cuando ella vivía en la Cava , donde tuvieron
principio sus interminables desgracias. Plácido se embozó en su capa tomando
hacia la calle del Vicario Viejo. Siguiole Fortunata con la vista hasta verle
desaparecer, y poco después volvió a su acecho. ¿Quién salía? Un caballero con
botines blancos que parecía extranjero. El tal pasó junto a ella, la miró, casi
casi se detuvo un instante para verla mejor; después siguió su camino. Otras
personas salían o entraban. Aunque en el pensamiento de Fortunata iba
condensándose la imposibilidad de entrar, continuaba allí clavada sin saber por
qué. No se podía marchar, aunque iba comprendiendo que la idea que a tal sitio
la llevó era una locura, como las que se hacen en sueños. Uno de los muchos
desvaríos que se sucedieron en su mente fue imaginar que tal o cual hombre de
los que vio salir era amante de Jacinta. «Porque a mí no me digan que es
virtuosa... Vaya unos embustes que corre la gente. No se puede creer nada.
¿Virtuosa?, tie gracia... Ninguna de estas casadas ricas lo es ni lo
puede ser. Nosotras las del pueblo somos las únicas que tenemos virtud, cuando
no nos engañan. Yo, por ejemplo... verbigracia, yo». Entrole una risa
convulsiva. «¿Y de qué te ríes, pánfila? -se dijo a sí misma-. Más honrada eres
tú que el sol, porque no has querido ni quieres más que a uno. ¿Pero estas...
estas?... Ja ja ja. Cada trimestre hombre nuevo, y virtuosa me soy. ¿Por qué?
Pues porque no dan escándalos, y todo se lo tapan unas con otras. ¡Ah!, señora
doña Jacinta, guárdese el mérito para quien lo crea; usted caerá... tiene usted
que caer, si no ha caído ya».
De pronto vio que al portal se
acercaba un coche. ¿Traería gente o venía a tomarla? A tomarla porque no salió
nadie; el lacayo entró en la casa, y Deogracias se puso a hablar con el cochero.
«Van a salir -se dijo la infeliz, sintiendo otra vez los ardientes impulsos que
la sacaron de su casa-. Ahora sí que no se me escapan... Me voy encima, y a las
dos las afrento... tal suegra para tal nuera... ¡buen par de cuñas están!...
¡Cuánto tardan! La cabeza se me abrasa, y parece que me vuelvo toda uñas...».
Salieron las señoras. Fortunata vio
primero a una de pelo blanco, después a Jacinta, después a una pollita que
debía de ser su hermana...; vio terciopelo, pieles blancas, sedas, joyas, todo
rápidamente y como por magia. Las tres entraron en el coche, y el lacayo cerró
la portezuela. ¡Pero qué cosas! Lo mismo fue ver a las tres damas, que a
Fortunata le entró un fuerte miedo. ¡Y ella que pensaba clavarles las puntas de
sus dedos como garfios de acero! Lo que sintió era más bien terror, como el que
infunde un súbito y horrendo peligro, y tan impotente se vio su voluntad ante
aquel pánico, que echó a correr y alejose a escape, sin atreverse ni siquiera a
mirar hacia atrás. Oyó el ruido del coche que rodaba por la calle abajo, y aún
lo vio pasar por delante con tan rápida vuelta que por poco la arrolla.
«¡Eh!...» gritó el cochero, y la señora de Rubín dio un grito, saltando hacia
atrás... ¡Qué susto, pero qué susto, Señor!... Siguió hacia la Puerta del Sol, dándose
cuenta de aquel miedo intensísimo que había sentido y preguntándose si en él
había también algo de vergüenza. Pero no le era difícil discernir si su espanto
era como el del exaltado cristiano que ve al demonio, o como el de este cuando
le presentan una cruz.
Dejándose llevar de sus propios
pasos, se encontró sin saber cómo en el centro de la Puerta del Sol.
Inconscientemente se sentó en el brocal de la fuente y estuvo mirando los
espumarajos del agua. Un individuo de Orden Público la miró con aire suspicaz;
pero ella no hizo caso y continuó allí largo rato, viendo pasar tranvías y
coches en derredor suyo como si estuviera en el eje de un Tío Vivo. El frío y
la impresión de humedad la obligaron a ausentarse y se alejó envolviéndose bien
en su mantón y tapándose la boca. Casi no se le veían más que los ojos, y como
estos eran tan bonitos, muchos se le ponían al lado y le pedían permiso para
acompañarla, diciéndole mil cuchufletas. Recordó entonces otros tiempos
infelices, y la idea de tener que volver a ellos le produjo dolor muy vivo,
despejándole la cabeza de las quimeras que se le habían metido en ella. El
sentimiento de la realidad iba poco a poco recobrando su imperio. Mas la
realidad érale odiosa y trataba de mantenerse en aquel estado delirante. Un
individuo de los que la siguieron se aventuró a detenerla en toda regla,
llamándola por su nombre.
Detúvose ella ante el que esto dijo.
Pensando en quién podría ser, estuvo un ratito como lela mirando a la persona
que enfrente tenía. «Yo quiero conocer esta cara -se dijo-.¡Ah!, es D.
Evaristo».
-¡Por aquí! -exclamó Feijoo con
asombro-. Pues el camino que lleva usted es el del Teatro Real.
-Vamos por aquí; la acompañaré a
usted -dijo D. Evaristo con bondad-. Capellanes, Rompelanzas, Olivo, Ballesta,
San Onofre, Hortaleza, Arco.
Feijoo miró a su amiga. Francamente,
aquellos ojos tan bonitos le habían hecho siempre muchísima gracia; pero no le
hacía maldita la exaltación que en ellos notaba aquella noche.
La abandonada se volvió a tapar la
boca con el mantón, y su acompañante no chistaba. Mas como ella se detuviera de
nuevo para repetir aquel concepto de la honradez, Feijoo, que era hombre muy
franco, no pudo menos de decirle:
«Amiguita, usted no está buena,
quiero decir, a usted le ha pasado algo muy gordo. Confiese usted a mí, que soy
un amigo leal, y le daré buenos consejos».
-¿Honrada? ¿Cómo he de dudar eso,
hija mía?, pues no faltaba más. Lo que dudo es que usted tenga buena salud.
Está usted fatigada, y me parece que debemos tomar un coche... ¡Eh!, cochero...
La de Rubín se dejó llevar, y
maquinalmente entró en el simón. Alguna vez había hecho lo mismo con un cualquiera
encontrado en la calle.
Feijoo le habló dentro del coche con
paternal cariño; pero ella no contestaba de una manera completamente acorde. De
pronto le miró en la oscuridad del vehículo, diciéndole: «¿Y tú, quién eres?...
¿Adónde me llevas? ¿Por quién me has tomado? ¿No sabes que soy honrada?».
-¡Ay, Dios mío! -murmuró el buen D.
Evaristo con hondísimo disgusto-. Esa cabeza no está buena, ni medio buena...
Por fin llegaron, y los dos
subieron. La criada les abrió. «Ahora -dijo el simpático coronel retirado-, a
acostarse. ¿Quiere usted que le traiga un médico?».
Sin contestar, metiose ella en su
alcoba. Feijoo la siguió, afligidísimo de verla en tan lastimoso estado.
Después, él y la criada, cuchichearon.
-Rompimiento... Le ha dado otra vez
el canuto ese bergante -decía D. Evaristo-. Si no es más que eso, la
trinquetada pasará.
Despidiose hasta el día siguiente, y
la dolorida se acostó diciendo a la criada mientras la ayudaba a desnudarse:
«Honrada soy, y lo he sido siempre. ¿Qué?... ¿lo dudas tú?».
-Yo... no señorita; ¿qué he de
dudarlo? -replicó la criada, volviendo la cara para disimular una sonrisa.
Durmiose pronto la infeliz señora de
Rubín; pero a la media hora ya estaba despierta y muy excitada. Dorotea, que se
quedó junto a ella, la oyó cantando, a media voz y con las manos cruzadas, las
coplas místicas de las Micaelas.
Obras de Pérez Galdós en:
http://bib.cervantesvirtual.com/bib_autor/Galdos/obra.shtml
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